Fuente: http://www.tuguiasexual.com/carino-deseo-y-fidelidad-tres-procesos-cerebrales-del-amor.html


Un vistazo al amor desde nuestro cerebro

La antropóloga Helen Fisher, de la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey, se basa en sus experimentos de imagen cerebral y en el resto de la evidencia disponible para defender una definición tripartita del amor: el cariño, el deseo y la fidelidad.

Primero el impulso sexual indiscriminado, una fuerza autónoma que desata la búsqueda de pareja; luego la atracción sexual selectiva; y por último el cariño, el lazo afectivo de larga duración que sostiene a las parejas más allá de la pasión.

Estos tres términos tienen una profunda raíz evolutiva en común, porque su balance controla la reproducción humana.

El impulso sexual, la primera fase del amor, está regulado por la testosterona y los estrógenos. Casi exclusivamente por la testosterona en el ser humano.

Los hombres con más testosterona en la sangre tienden a practicar más sexo, pero también las mujeres suelen sentir más deseo sexual alrededor del periodo de ovulación, cuando suben los niveles de testosterona.

La testosterona no se relaciona con los gustos preferenciales, sino más bien con los genéricos. Los psicólogos del Face Research Laboratory de la Universidad de Aberdeen, Reino Unido, acaban de demostrar que los altos niveles de testosterona cuando varían en distintos momentos, se relacionan con el gusto por los rasgos de la cara asociados a la feminidad, como ojos grandes, labios rellenos, etc.

De modo similar, muchos estudios han mostrado que los juicios de las mujeres sobre el atractivo de los hombres están afectados por los niveles de las hormonas sexuales. Varios experimentos han fotografiadp las zonas del cerebro que se activan al enseñar a los voluntarios una serie de fotos de contenido erótico explícito. Aunque los resultados son complicados, una de las activaciones más notables al grado de excitación sexual es el llamado córtex cingulado anterior.

En un experimento independiente, esta misma zona resultó activarse cuando el equipo de fútbol de la persona metía un gol.

La segunda fase es el amor romántico, el amor del enamoramiento. Es un rasgo humano universal, y su característica principal es la atracción sexual selectiva. Parece confirmarlo el hecho de que, en casi todos los mamíferos, el cortejo se caracteriza por un notable despliegue de energía, persecución, protección de la pretendida pareja y celos hacia los posibles rivales.

Según han documentado los antropólogos en 147 sociedades humanas, el amor romántico empieza "cuando un individuo empieza a mirar a otro como algo especial y único". Luego el amante sufre una deformación sobre como ve a su amor por lo que exagera las virtudes e ignora los defectos.

Eso es el resultado de un alto nivel de dopamina en los circuitos del placer del cerebro, y así lo han confirmado los experimentos de imagen. Por ejemplo, enseñar a un voluntario una foto de su amada activa las rutas de la dopamina en los circuitos del placer. Estos circuitos guían gran parte de nuestro comportamiento -ni comer nos gustaría si no fuera por ellos-, y son los mismos que se activan en el ritual de cortejo, o de elección de pareja.

El equipo de Steve Buss, de la Universidad Estatal de California en Fullerton, ha demostrado que un hombre les es más deseable a las mujeres si aparece rodeado de mujeres que cuando aparece solo, o rodeado de otros hombres. Por el contrario, una mujer pierde puntos ante los hombres si aparece rodeada de otros hombres.

Cuando los investigadores preguntan a grupos de estudiantes heterosexuales cuáles son los atributos que más valoran para formar una pareja, cada estudiante parece buscar los mismos rasgos que se atribuye a sí mismo en un test independiente.

Pero el amor hacia otros se parece mucho al amor propio. Lisa DeBruine, de la Universidad McMaster de Ontario, reclutó hace unos años a un grupo de voluntarios para jugar por Internet a una especie de dilema del prisionero. Cada voluntario podía ver en el ordenador la cara del otro jugador, y sólo con eso tenía que decidir si compartía con él su dinero o intentaba hacerle una pifia. La pifia, en realidad, se la había hecho DeBruine a todos los voluntarios, porque al otro lado del ordenador no había nadie. El supuesto jugador no era más que un programa, y las caras habían sido generadas por métodos informáticos. El resultado fue que la mayoría de los voluntarios había decidido compartir su dinero candorosamente cuando la cara del otro jugador era... ¡la suya propia!


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